martes, 27 de diciembre de 2011

MEMORIA DE LA SEMANA SANTA DE ANDORRA (TERUEL)




1.- Gabriel García Márquez dice que "La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda, y cómo la recuerda para contarla”. Recurro a esta definición para justificar las limitaciones de mi memoria y la relativa fiabilidad de la misma que, a estas alturas de mi vida, no es la capacidad mental de la que pueda sentirme más orgulloso.

Del  poso que dejó la Semana Santa de mi pueblo en mi memoria infantil sólo se me ocurre hacer referencia al Domingo de Ramos por la ilusión con que lucíamos aquellos ramos de olivo con alguna que otra golosina. Recuerdo que, engalanados con la vestimenta dominguera, manteníamos escaramuzas furtivas en la iglesia blandiendo los ramos como armas. Tras el sordo fragor de aquellas batallitas, los caramelos o las bolsas de peladillas que caían a tierra eran los trofeos que nos disputábamos con ahínco y regocijo. Confieso que las más de las veces salía, cual “quijote primerizo”, malparado de aquellos lances... Tras la ceremonia de la bendición se colocaban los ramos en el balcón de las casas. Mi madre me decía que tales ramos rociados con el agua bendita protegían de las tormentas y sobre todo de los pedriscos... Algunos, los menos, lucían palmas porque eran ricos o del Ayuntamiento. Eso comentaban...

Me acuerdo del Miércoles de Ceniza y la ilusión de competir con los demás para ver a quién le echaban más polvos en la cabeza. ¡Qué distantes estábamos de comprender el auténtico simbolismo de aquel ritual  y de aquella frase, un tanto lapidaria, que repetía incesantemente Mosén Carmelo, el cura párroco: "Polvo eres, y en polvo te convertirás" Tampoco me pasaba desapercibido el revestimiento de color morado que imperaba en la iglesia durante aquellas celebraciones religiosas. 

Recuerdo  la ilusión con que los zagales esperábamos  la llegada del Sábado de Gloria para tocar aquellos instrumentos infernales de madera en que los dientes de una rueda, levantando consecutivamente una o más lengüetas, producían un ruido seco, desapacible y desacompasado, como si se tratara de un enjambre de abejas enloquecidas... Creo que, aunque el nombre correcto es el de carracas o matracas, nosotros  las llamábamos “carraclas”.  Al menos, yo.

Y para terminar, la última remembranza de esta etapa que me viene acompañando, igual que las anteriores, durante toda mi vida es la de la Rosca de la Pascuica. Cuando explico aquí en Barcelona, donde las monas de chocolate son elaboradas de forma artesanal muy refinada, que nuestras roscas tenían en su interior tajadas de la conserva y huevos duros... se echan a reír con cara de estupefacción, pero yo no se las cambio...

2.- Ya adolescente, y  a  finales de la década de los 50,   seguía identificando la vivencia de la Semana Santa de Andorra con cuestiones tales, quizás de carácter más lúdico y festivo que religioso, como las de ver los desfiles de los penitentes – me parece que decíamos “pelitentes” -  y escuchar el clamor de bombos y tambores. En esta etapa de mi vida se gestó en lo más profundo de mi ser el deseo ferviente  de tener algún día un tambor para poder tocarlo durantes esas celebraciones, anhelo que me ha acompañado durante muchos años. En aquel entonces tener un tambor casi era un lujo al que sólo podían acceder minorías. No sé si tiene o no fundamento, pero es lo que pensaba. Los tambores con su caja y aros de madera, el parche de piel y los bordones de tripa emitían un sonido dulce y audible de lejos, pero eran de una fragilidad pasmosa, se destensaban con facilidad y no estaban al alcance de cualquier bolsillo. Hoy, con el parche de material plástico, la caja y los aros metálicos, los bordones de seda o nylon, aunque el sonido sea más agudo y más fuerte, gana en facilidad de uso y su resistencia está hecha a prueba de golpes hasta un tanto desmedidos. Estas innovaciones técnicas, además de las promociones exitosas que se han llevado a cabo con la creación de la Ruta y todo eso, han supuesto la democratización del tambor con la consiguiente implicación sociológica al hacerse extensible a todas las condiciones y edades. Esta popularización del bombo y del tambor ha creado una identidad colectiva que, sin ser exclusiva del antiguo Bajo Aragón, marca unos rasgos claramente diferenciales que nos hermanan y definen.

En otro de mis sueños dorados, quizá gestado durante la infancia,  me veía disfrazado de centurión y tocando el tambor. También me atraía la banda de cornetas, pero no sé por qué ya intuía que ese papel me vendría grande  dada la dificultad que entrañan esos instrumentos de viento. El tiempo me ha venido a confirmar que esas incertidumbres tenían fundamento pues no he nacido para la música... y para tocar el tambor como uno más... sobran los galones de centurión pues éste, como bien sabemos,  ostentaba el rango de oficial que comandaba una centuria formada por bastantes hombres. Cuando explicaba estos sueños a mi madre, me decía que tenía muchos pajaricos en la cabeza y que lo que tenía que hacer era estudiar  para ser alguien de provecho el día de mañana. El tópico de siempre. Como si nos estuviera vedado el  derecho a soñar...

Siento decirlo, pero el contenido religioso de aquellas celebraciones que cada vez cobraba más fuerza, auspiciadas por el régimen social establecido desde arriba, lo vivía con relativo fervor. La escenografía que se montaba en el interior de la iglesia durante aquellos días me resultaba un tanto lúgubre y teatral.  No sé si el hecho de tener dieciséis años tenía o no algo que ver con esas ocurrencias... El paso de las procesiones, sin embargo, con aquellas cofradías cada vez más numerosas y los nazarenos con sus túnicas de colores selectivos, con aquellos puntiagudos y altivos capirotes  y el fervor que se respiraba a su paso, algún tipo de conmoción física y emocional palpitaba en mis entrañas.... No sé si a eso se le puede llamar devoción o emoción...

La muerte repentina de mi padre y el traslado con el resto de mi familia a Aliaga, el pueblo de la sierra de donde eran originarios mis padres, supuso un largo distanciamiento físico y temporal de Andorra, mi pueblo, pero los recuerdos de la Semana Santa, el eco de sus tambores, el sonido de las lanzas repicando al unísono en el suelo y el paso cadencioso de los penitentes,  el Colegio Santo Tomás con todo su entramado humano  y  los cines Coliseum y Tívoli dejarían una huella indeleble en mi corazón. Entre otras cosas que no vienen a cuento...

3.- Muchos consideran que Cataluña es la “cuarta provincia de Aragón”. No es para menos. Como tantos turolenses, algunos de ellos andorranos,  también vine a Cataluña en la segunda mitad de la década de los años sesenta tras finalizar mis estudios de Magisterio en Teruel. Las estadísticas dicen que los turolenses que residimos fuera de la propia provincia somos casi tantos como los que permanecen en ella. Yo voy a referirme sólo a Barcelona y a su área metropolitana.  No vivimos en el lugar de origen,  pero tampoco plenamente en el país de acogida. Vivimos a caballo entre una y otra tierra. Muchos nos  consideramos turolenses de nacimiento y de por vida, pero también catalanes de adopción. Ambos sentimientos son compatibles, aunque no pocos lo cuestionen. No es mi caso. A diferencia de los provenientes de otras comunidades, los aragoneses tenemos fama de integrarnos con cierta facilidad. Esta relativa integración en el caso de los que vinimos de Teruel,  plena en el caso de nuestros hijos, no ha supuesto renunciar, ni cambiar el cachirulo por la barretina,  ni olvidar  todos esos detalles de identidad que caracterizan a la tierra turolense bajoaragonesa.  El agradecimiento a la tierra de acogida no ha mermado un ápice el cariño a la propia. Vivir el presente aquí es compatible con albergar recuerdos entrañables  de las vivencias de costumbres y tradiciones de nuestras respectivas tierras natales. Recuerdos que están ahí, en lo más profundo de nuestra alma  y que nos acompañan  como sombras fielmente persistentes.

Una de las razones que me motivaron para volver a hacerme socio del Centro Aragonés de Barcelona de la calle Joaquin Costa con más de un siglo de historia a sus espaldas fue la existencia de una Escuela de Bombos y Tambores que venía funcionando desde 1994. Convencí a un  grandísimo amigo de Andorra, José Mª Rico, para inscribirnos en dicha Escuela y prepararnos para poder participar algún día como en los diferentes actos de la Semana Santa de nuestro pueblo. Tras comprar un estupendo tambor, por fin,  en  Calanda y el consiguiente tercerol negro  en Andorra, el año 2001 pudimos  debutar  en la Rompida de la Hora y en la procesión del Viernes Santo de nuestro pueblo.  Cuarenta años después de haberlo abandonado puede retornar a él para hacer realidad el sueño dorado de tocar el tambor y desfilar en sus procesiones. La idea de desfilar con los penitentes se reconvirtió, después de tantos años, en el placer de ser mero espectador de sus pasos. Los sueños más el empeño de alcanzarlos pueden traducirse en logros. No tengo la menor duda.

Tras mi primera Rompida en la Plaza del Regallo escribí lo siguiente: “El momento que precede a la ruptura de la hora resulta expectante tanto para los espectadores como para los participantes. Una especie de cosquilleo en las manos, ligeros temblores en las piernas – al menos para los debutantes como en mi caso – y miradas impacientes, por no decir ansiosa, que van del reloj al balcón. Algunos se las ven y se las desean para frenar el impulso de los palillos. Suena el clarín. Son las doce...Se desata el clamor, la furia contenida, el estruendo de cientos y cientos de pieles y parches golpeados por mazas lentas  y palillos nerviosos y saltarines... El ruido acompasado semeja un gran trueno sin final que retumba en todo el pueblo con una fuerza aplastante, llegando a conmover los propios cimientos. Uno se siente sobrecogido porque el momento no es sólo una prueba de resistencia de tímpanos, sino que se llega a sentir una conmoción especial, cuando el ruido cada vez más acompasado y envolvente se expande en el ambiente, incluido el pavimento, penetrándote sus vibraciones a través de la planta de los pies hasta llegar al estómago. Una emoción indefinible, que pronto se convierte en una especie de embriaguez, parece apoderarse de todos los participantes. La intensidad es de tal calibre que parece superar el límite de los decibelios que puede soportar el oído humano. La única emoción parecida a la que se siente en este entorno de redobles masivos de tambores y bombos la he sentido en la “mascletá” valenciana. Desde fuera, ajeno al protagonismo, puede causar sensaciones muy diferentes a las que se sienten dentro del fragor, siendo partícipe del evento acústico. Luego, tras más de una hora,  las cuadrillas de amigos y familiares recorren las calles ejecutando los seis u  ocho redobles más populares del repertorio de toques local y efectuado los consiguientes “repostajes” en los bares de turno.  Cuando dos grupos que interpretan toques distintos se encuentran al doblar una esquina, se paran frente a frente, y entonces se produce un auténtico duelo que puede durar un buen rato... El grupo más débil acaba asumiendo el ritmo del más fuerte. Afortunadamente acostumbran a vencer los mejores El enfrentamiento ha terminado con el“sometimiento” de una de las dos cuadrillas. Hasta que a las dos de la madrugada el tiempo ha pasado raudo, pero lleno de contenido acústico y emocional. Ahora es el momento de iniciar se  la subida al monte de San Macario en la procesión más singular de todas las que se llevan a cabo a lo largo de la Semana Santa. Me refiero, cómo no, a la Procesión de la Antorchas.

Podría, cómo no, expresar mis sensaciones como participante activo de la larga procesión del Viernes Santo con todos los pasos y de manera especial el del Santo Entierro cerrando el incesante desfile, pero prefiero soslayarme de manera especial con  la procesión más novedosa para mí,  la de las Antorchas.

Tengo que confesar que la única vez que asistí a la Procesión de las Antorchas me  impactó en lo más hondo de mis entrañas. Poco antes de las  dos  de la madrugada,  la gente comienza a reagruparse en la Plaza de la Iglesia. Bombos y tambores se colocan en su sitio de una forma planificada. Todos se preparan para iniciar el ascenso a la ermita de San Macario. El paso por las callejuelas estrechas de la parte más vieja del pueblo resulta especialmente impactante porque amplifica el retumbar  de los tambores y bombos. El  colorido  de las antorchas encendidas, igual que los sentimientos de los participantes,  parece rasgar la negrura de la noche. Todo este conjunto provoca una especie de éxtasis que colma de emociones incontenidas a todos los participantes. No sé si expreso sensaciones colectivas, pero así son las mías. Confieso mi turbación ante esta vivencia inédita para mí. Lo que me habían contado se queda a mucha distancia de la realidad de este ascenso que, rememorando el Via Crucis de tiempos ya pretéritos. Al llegar a la ermita de San Macario se toma la imagen del Cristo Crucificado y se lleva en el marco de  un silencio un tanto sobrecogedor a un espacio de piedra donde se coloca de pie. Es el momento culminante de la Oración en Silencio. A continuación, tambores y bombos ofrecen el ritual, a manera de oración sonora y colectiva, de su estruendo rompiendo la calma nocturna y colmando de redobles la placidez de las tinieblas que nos envuelven. Tras el descenso y, una vez depositada la imagen en la iglesia, siguen los tambores y los bombos, ahora en tono más festivo, recorriendo las calles del pueblo...

Si tuviera que sintetizar el significado de esta procesión en poca sílabas lo haría con un sencillo haikú como éste:

En San Macario,
antorchas y tambores
rezan sin parar.


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